jueves, 16 de abril de 2015


El pasante del Gran Poder

Alguien lo llamó así cuando quiso definirlo, o sea, meterlo entre las cuatro paredes del lenguaje.Se llama Francisco de los Reyes. Es su nombre de pila. De los Reyes le viene por la Sonrisa medieval que le pone nardos a la memoria en la mañana única de agosto. Lo conocemos como Paco de los Reyes. El cura de San Lorenzo. El párroco de esa collación donde vieron la luz y el verso los poetas más hondos de Sevilla. Mientras la Basílica cumple cincuenta años, el cura celebra sus bodas de plata con la vocación que lo ha traído hasta aquí. Porque Paco de los Reyes nunca está allí. Ni siquiera ahí. Siempre está aquí, en esa proximidad que es el fundamento de la muy humana teología del corazón.
Si Pérez Reverte ha confesado que escribió «Hombres buenos», su última novela, con una sonrisa en los labios, este humilde articulista ha de hacer lo propio. Escribir sobre el cura Paco es sentir esa alegría que no nace de la diversión ni de la frivolidad, sino de las astillas más crueles que a veces nos clava la vida. O que nos clavamos nosotros mismos. O que le clavamos a quien más queremos, ¿verdad, amigo Paco? Quiero escribirte este artículo aunque no sea capaz de reflejar en la pantalla del ordenador esa forma de ser tan tuya, tan natural, tan sencilla. Ese permanecer ahí para que, cuando haga falta, podamos encontrarte aquí. La labor de un cura tal vez sea ésa. Estar junto al que sufre. Al abandonado. Al que siente en sus entrañas la espina oxidada y lacerante de la culpa. Y en eso eres un fenómeno, tocayo.
Es posible que todo se deba al Cisquero que te sirve de guía, de razón de ser y de querer. No es posible. Es seguro. Vamos a dejarnos de tonterías y vamos a decir la verdad. Eres el pasante del Gran Poder, el cura que utiliza el Señor para acercarse aún más a nosotros. Eres el intermediario del Cristo de los débiles, de los que sentimos de pronto el hachazo que todo lo oscurece, de los que no somos capaces de afrontar los retos más importantes de la vida como es debido y por eso necesitamos el perdón. Eres un retal de bondad, esa virtud que tanto escasea. Y eres capaz de decir que no cuando te proponen el pregón de la Semana Santa. Un no sencillo y humilde, sin soberbia ni altanería. Un no lleno de sentido común: tu reino no es de ese mundillo.
Ahora que cumples veinticinco años de vocación y devoción, deja que te dé las gracias en público. A cara descubierta. Sin antifaces ni componendas. Anoche no pude asistir a tu celebración, pero estaba contigo. Y al estar contigo uno se siente más cerca de ese Jesús al que Núñez de Herrera definía con la letra de la saeta popular que se quedó enredada en las ramas de los plátanos que sombrean la plaza de San Lorenzo. «Jesús mío del Gran Poder, / divina y buena persona». Lo primero no lo eres, evidentemente. Pero las dos últimas palabras te cuadran. Una buena persona. Que es lo máximo que se puede ser en esta vida.

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